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La mantilla canaria: identidad, fe y folclore entre hilos y memoria

  • 22 nov
  • 3 Min. de lectura

En los rincones más rurales de las islas, donde el viento aún huele a tierra mojada y a pan recién hecho, las mujeres salían al amanecer cubiertas con una prenda que hoy evocamos con nostalgia: la mantilla canaria. Más que un accesorio, fue durante siglos un símbolo de respeto, devoción y, también, de identidad.


Entre la tradición y la devoción.

La mantilla no era un simple complemento de vestir. En los pueblos, las mujeres la usaban para asistir a misa, protegerse del sol o resguardarse del viento del alisio. Pero su uso tenía un matiz espiritual: cubrirse la cabeza era un gesto de humildad y recogimiento ante lo sagrado. En muchas zonas rurales, se decía que una mujer “de bien” nunca entraba a la iglesia con la cabeza descubierta. Así, la mantilla se convirtió en un símbolo de respeto, pero también de comunidad: cada isla, cada pueblo, tenía su propio modo de llevarla.

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Las mantillas podían ser de lino, algodón o seda, según la posición social o la ocasión. Las más humildes eran de tonos oscuros, negras o marrones, mientras que las blancas se reservaban para celebraciones o fiestas religiosas. En los días de procesión, las calles se llenaban de figuras femeninas vestidas de negro, cubiertas por mantillas que caían sobre los hombros como un manto de misterio y devoción.


La herencia peninsular.


El origen de la mantilla canaria se entrelaza con la historia de España. Desde el siglo XVII, la mantilla fue una prenda habitual en la Península, especialmente en Andalucía y Castilla. Con el paso del tiempo, la influencia andaluza y castellana llegó a Canarias junto con los primeros colonos. Sin embargo, como sucede con tantas cosas en las islas, la mantilla aquí tomó su propio carácter. Mientras que en el sur peninsular se transformó en un símbolo de elegancia y coquetería, bordada, acompañada de peinetas y usada en ferias y procesiones, en Canarias conservó su sencillez rural y su función práctica. La antropóloga Dulce María Hernández destaca que en Canarias la mantilla se “popularizó no tanto como adorno, sino como una necesidad vinculada a la religiosidad y al clima”. En las zonas de medianías y cumbre, la tela cubría la cabeza y parte del rostro para protegerse del viento, el frío y el polvo de los caminos.


La mantilla en el alma rural.


En lugares como La Palma, Gran Canaria o Tenerife, las mujeres mayores conservan aún en la memoria las mantillas que se pasaban de madres a hijas. Muchas se confeccionaban en casa, con hilos finos y paciencia infinita, y se guardaban como un tesoro. No era raro que una mantilla acompañara a una mujer toda su vida: desde su primera comunión hasta su entierro. Algunas familias incluso mantenían una mantilla “para la Virgen”, que se prestaba entre vecinas en las procesiones. En los pueblos pequeños, este gesto de compartir la mantilla tenía algo de sagrado. Era una forma de unión, de confianza entre mujeres, y de respeto por las tradiciones que daban sentido a la vida cotidiana.


Entre lo visible y lo invisible.


La mantilla también tiene un eco simbólico que resuena en lo mágico. Cubrir la cabeza siempre ha tenido connotaciones espirituales: es una manera de proteger la energía, mantener la pureza y mostrar reverencia ante lo invisible. En la antigua magia popular, cubrirse el cabello era una forma de no dejar “escapar” la fuerza interior. En Canarias, donde la espiritualidad popular está tan unida al folclore, esa costumbre pervivió bajo un barniz católico, pero con raíces mucho más antiguas. Así, la mantilla puede verse como un velo entre el mundo visible y el invisible: un puente entre la fe, la tradición y la energía femenina.


La mantilla hoy: símbolo y memoria.

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Hoy, pocas mujeres la usan fuera de los actos folclóricos o religiosos, pero su imagen sigue viva en la memoria colectiva. En romerías y fiestas tradicionales, ver una mantilla ondeando al viento es como mirar al pasado y sentir el pulso de nuestras abuelas. Cada hilo guarda una historia. Cada pliegue, una oración susurrada. La mantilla canaria no es solo una prenda del pasado, sino un símbolo de nuestra identidad isleña: humilde, fuerte y profundamente conectada con la tierra y con lo sagrado.


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